La vida de cada uno es única por varias razones. La mía, mi vida, está repleta de cambios constantes, de un vaivén de maletas que parece que nunca acaban de deshacerse del todo. Viajo por placer, por trabajo, por circunstancias personales... y aunque estoy acostumbrada a ello siempre existe ese instante en el que volver a casa se vuelve un placer imprescindible.
Salí de casa a finales de Junio, sabiendo que durante tres meses las únicas cosas que permanecerían algo constantes serían mi compañero de viaje, mi barriga llena de vida, algunos libros, mis libretas y un cojín que más tarde olvidaré en un camping de unas montañas Eslovenas. Podría contar un relato de lo más idílico que pasa por caravanas de gitanos en Francia, por paisajes desconocidos, paseos a la luz de la luna, helados a las tantas de la noche, por encuentros con gente que ya es parte de nuestra pequeña familia, por lo transparente que estaba el agua en una cala rocosa o por casas preciosas de amigos que nos abren su hogar por unos días. Pero las vidas tienen siempre otra cara que mostrar y hoy me apetece acompañar las fotografías de este diario de viaje con esa parte no tan visible pero siempre existente. Porque no sé vuestras vidas, pero la mía está llena de contrastes, contratiempos, idas, venidas y vuelta a empezar. Mi abuela siempre me decía que "Qui vol presumir ha de patir" que quiere decir algo así como que nada es gratuito, que todo merece un esfuerzo y las recompensas vienen después de cierto sufrimiento.
Hoy quiero hablar de un viaje en coche de 8000Km. De no saber donde vamos a dormir ninguna de las noches, y algunas de ellas acabar en moteles de carretera dignos de películas de Tarantino. De montar la tienda de campaña bajo la lluvia, día si, día también. De pensar que tienes todo controlado por fin, ir a tomar un café bajo un porche y al volver descubrir que con las prisas habéis dejado el baúl del coche abierto y que toda tu ropa limpia, libros, mapas y mantas están empapados. De llegar a un pueblo desconocido a las tantas de la noche y ver que la dirección que apuntasteis es errónea y que lleváis 2 horas conduciendo en dirección contraria al magnífico sitio que os habían recomendado. De los 4 grados que marca el termómetro en pleno Agosto. De ir a comprar algo de ropa de abrigo y olvidarla en una tienda junto a un stand de calcetines. De llamadas inoportunas que duran 20 min pero que te dejan del revés durante días. De sentirme culpable por estar absolutamente agotada, embarazada de 6 meses y llorando de cansancio suplicando unas sábanas secas y que pare de llover. De despertar a tu pareja cada noche porque no puedes salir sola de la tienda de campaña con esa barriga de ballenita y apañar recipientes varios para poder hacer un pis sin acabar empapada de la otra vez incesante lluvia. De que se desparrame toda la comida que has comprado en el maletero. De acabar cocinando con un camping gas en una área de servicio porque a las 3 de la tarde no te dan de comer en ningún restaurante de la zona. De caminar cuesta arriba para ver las vistas de un valle con viento helado en la cara. De llegar al final de un camino después de dos horas de caminata y descubrir que para seguir subiendo hay que pagar dos euros y llevar los bolsillos vacíos.
De echar de menos. De tener frío. De no poder más.
Y lo más importante: Despertar una mañana con el sol por fin asomando entre los árboles. Ir al baño pisando todo el barro acumulado de la noche, resbalando varias veces antes de llegar a divisar unas banderas de colores bajo las que una familia celebra un cumpleaños y un pensamiento compartido telepáticamente con mi pareja: "Que fácil es la vida de los demás".
Mientras preparamos un café se nos acerca el padre, nos ofrece un trozo de pastel y nos unimos a la pequeña fiesta. Lo que empezó siendo un acto de amabilidad y unas cuantas preguntas cordiales en un idioma poco familiar para los 4 adultos, acabó con una sobremesa que se alargó varias horas y dejando a la vista la gran lección de la vida que ya deberíamos sabernos de sobra, y es que nada es lo que parece. Nosotros, a sus ojos, una joven pareja sin ataduras, viajando por el mundo con nuestra tienda de campaña y esperando que nazca Alma disfrutando de unas fantásticas vacaciones. Ellos, a nuestros ojos, padres de tres preciosos niños viajando en una roulotte vintage, aparcada junto al río y con todo el verano juntos por delante. Nada más lejos de la realidad. Ellos se desahogan, nosotros también. Y sí, encontramos consuelo en eso de mal de muchos, consuelo de tontos.
Y nos sentimos humanos, por los errores, contratiempos y dificultades que surgen en los viajes, pero sobretodo en la vida, esa vida única y que nos pertenece y de la que sólo podemos cambiar la actitud con la que afrontamos esa otra cara que casi nunca enseñamos, pero que siempre, sin lugar a dudas, existe.